Thursday, September 02, 2010

MI DESEADO ARTURO




MI DESEADO ARTURO.

Oscar Serrano Peña.
Derechos exclusivos de autor de Oscar Serrano Peña, 2006.




Cap. I



A Agueda siempre le gustó vigilar sus pasos y no andar despistada por la vida. En realidad no hace otra cosa que seguir a pies juntillas una antigua advertencia de su abuela que ella siempre recuerda con una sonrisa cálida, como de retorno a un refugio íntimo, con la honda impresión de bienestar que su memoria le brinda. “Mira por donde pisas”, solía decirle cuando apenas era una linda mocosa que no levantaba cuatro palmos del suelo. Se trata de una recomendación plenamente justificada; cuando era niña, porque tropezaba con pasmosa facilidad con todos los objetos que brotaban a su alrededor. Años más tarde, cuando los cardenales abandonaron su frente, sus brazos o sus piernas y éstas se estiraron hasta la medida de una mujer prematuramente adulta y muy esbelta, Rosa le seguía advirtiendo cariñosamente que vigilara sus pasos.


Tal vez fuera esa necesidad de escuchar su palabra breve y certera, jamás pronunciada en tono de reproche, lo que forjara con el decurso de los años una conexión tan intensa entre abuela y nieta. Los avisos de Rosa se deslizaban por lo común tras una sonrisa cómplice y en momentos muy concretos, no como los de su madre, sin ir más lejos, que le advertían con gravedad que tras el ruego no atendido vendría algo mucho peor. Nieta y abuela pronto entendieron que su cariño profundo era muy particular y merecía la pena verlo crecer sin cortapisas. Rosa siempre ocuparía los más vívidos rincones en la memoria de Agueda, recuerdos pintados de tonos verdes y colmados de aroma a hierba fresca, todos envueltos de cariño, y sobre todo, de la más profunda nostalgia.


Agueda llegó a Can Miracles sobre las diez de la mañana en un día particularmente fresco. Pocos minutos antes desciende del autocar que le trae de Barcelona, a unos setenta, quizá ochenta kilómetros, y cruza la plaza del pueblo para dirigirse hacia las afueras. Camina de forma pausada, mirando a ninguna parte, con ese aire a ocio tan irritante que distingue a los forasteros que llegan de la ciudad y que parece querer mostrar que las prisas sólo quedan para sus negocios, sus notables y ridículos negocios. Aún así, pasados el par de minutos el campanario mengua a la vista, el aroma a pan que despide el horno desaparece y sus pies ligeros la llevan enseguida hasta los contornos de la aldea. Enfila el camino hasta la masía bajo un cielo transparente y acompañada por el denso olor a corral que emerge desde las granjas más próximas al camino. Aunque eso es un momento nada más, de repente el aire gira, cercos y cobertizos quedan en silencio a su espalda, y a su frente, una vez más, irrumpe con vigor el paisaje ondulado del Lluçanés, feraz comarca situada en mitad de tierras catalanas.


Es entonces cuando Agueda siente de veras que llega el fin de semana; recorrer en soledad aquella vereda boscosa es uno de los pocos placeres insustituibles que guarda para ella sola. Y bien mirado no es que haya nada de extraordinario en ese trecho de subida que badea las fincas vecinas de camino a casa, o tal vez sí, si pensamos en la perenne locura que atraviesa estos tiempos de graves crisis: un paisaje calmo, anegado de verde… En algo parecido piensa siempre cuando lo recorre ensimismada, en ese privilegio tan sencillo y caro al mismo tiempo. Son apenas cinco minutos de leve cuesta caminado bajo la sombra de los alcornoques que vigilan el camino, escuchando el rumor de las ramas agitadas por el aire, sintiendo cómo la hojarasca cruje bajo sus pies en cada uno de sus pasos, para poco después y sin apenas darse cuenta, llegar de vuelta a casa, a casa de su abuela, a Can Miracles.


Su abuela y Nerea la esperan en la puerta, como de costumbre, plenas de satisfacción, observando una vez más el ritual involuntario que Agueda acomete siempre justo antes de abrazarlas: se gira hacia atrás y contempla por un momento, no sólo el camino andado y los árboles que lo cubren, el herbazal sembrado de ganado, el pueblo empequeñecido algo más abajo, sino también y sobre todo, la imperiosa estampa que ofrecen los primeros macizos pirenaicos emergiendo blancos sobre el horizonte. Una vez al mes, a lo sumo dos, incluso a veces ninguna, Agueda se deja guiar por el reposo absoluto que se respira desde esa tenue colina, y en cada ocasión que por allí para valora todavía más su fortuna: la de disponer de un rincón en el mundo que le entrega lo que sólo aquel sitio puede concederle. Y es cierto, porque todo allí se detiene durante esas cuarenta y ocho horas, mágicas y escasas, que le permiten tomar respiro y sobrevivir al menos durante dos semanas más.


Pero en realidad no decimos bien. Can Miracles, la casa de campo donde vive su abuela muy en paz consigo misma y con el resto del mundo, no es propiamente una masía antigua y ya está; es más bien una “casa pairal”, un edificio noble de grandes dimensiones y que supone la propiedad más valiosa para la familia desde hace muchas generaciones. Es todavía más antigua, pero grabada en piedra sobre el portón de la entrada se indica la fecha de la última ampliación, 1713, época de sables al viento en aquella latitud, pero que por allí debieron pasar bien envainados a juzgar por lo abultado de la obra. Del cuerpo principal, lo que es decir, de la casa tal y como fue construida en sus orígenes ya no queda casi nada, y se hace difícil imaginar cuál fue su aspecto primigenio antes de que las sucesivas ampliaciones la acabaran cubriendo del todo. Tan sólo otra pequeña inscripción sobre la piedra, en el mismo dintel de la puerta de la cocina, nos revela el año del primer impulso constructor, 1597.


Pero que ese edificio atesore tanta historia no deja de representar poco menos que una curiosa anécdota para la familia, por descontado mucho más receptiva ante el valor económico de la heredad que no ante el relumbre de su dilatada crónica. Y asimismo, como suele suceder en estos casos, no pasa lo mismo con la abuela, muy consciente y comprometida con todo lo que tenga que ver con el clan y sus propiedades. Para Rosa, cada piedra, cada árbol que rodea el edificio, hasta la última brizna de hierba en el rincón más apartado de la finca son tributarios de la mayor estima por ser testigos inertes de la vida y milagros de todas las generaciones de Miracles. Así debía ser, pensaba y predicaba Rosa, que amaba y protegía aquel terruño como si del último paraíso de este mundo se tratara.


Sin embargo, todo sea dicho, en esa casa tan apacible cabe muy bien la posibilidad de que las horas se sucedan con una lentitud soporífera, difícilmente soportable si no se está del todo habituado a ese inmenso caudal de sosiego, de igual forma que discurren en toda la comarca, transportadas con suavidad por el desapacible céfiro que desciende desde las montañas, acariciadas con indolencia por los diversos tonos de la luz del día y con un silencio sólo interrumpido por el tolón ubicuo de los cencerros, y acaso algún lejano ladrido de perro pastor que azuza a su ganado.


Aquel sábado avanzaba en esos compases somnolientos. Habían almorzado ligeramente y echado un sueñecito. Agueda ya andaba aburrida de verse seguida por los pasos descalzos de Nerea, esbelta y silenciosa, cuya antigua costumbre de perseguirla por todos los rincones del inmueble continuaba abrumándola hasta que no lograba extraerle una expresión cansina de reproche: “que no me voy, Nerea, que ahora vuelvo. Deja de seguirme, por favor”. Rato después en su habitación, no bien había terminado de desempaquetar su ropa, la abuela entró sin llamar y la invitó a sentarse en el salón principal, una estancia de veras amplia, algo umbrosa, de techo artesonado y decorada con la más elemental austeridad de las casas rústicas: con sus enormes baúles, sus cómodas señoriales de madera gruesa y oscura, con el suelo de piedra abombado por los miles de pasos que lo atravesaron; toda ella envuelta en un silencio comprimido y rarefacto que revelaba el misterio sólido de existencias pasadas.


La abuela se sentó en un extremo de la mesa, dejó su bastón de fresno apoyado en una silla a su izquierda, y con una mirada de solemnidad inusual señaló a su derecha para que Agueda se dispusiera a escucharla con la mayor atención:

- Tenemos que hablar, pequeña –dijo en tono resignado -. Ya sabes que nunca me ha gustado tratar de estos asuntos con nadie, pero ya no puedo prorrogarlo más. No me queda mucho tiempo para seguir peleando entre los vivos.
- ¡Qué bobada, abuela, por favor! ¡Pues anda que no nos quedan fines de semana que compartir! Ya empezamos…


Pero Agueda sabía con certeza que su abuela no decía ninguna tontería, no era de las que obsequiaban palabras sin ton ni son, y en esta precisa ocasión mucho menos. Rosa rebasaba los ochenta, y pese a su lucidez de criterio lo hacía con una salud delicada, arrasada por la artritis que años ha la había advertido de modo contundente con una cojera repentina de la que ya no sobrepuso nunca. Caminaba con suma dificultad, algo encorvada, arrastrando una de las piernas que miraba rebelde hacia su exterior y ayudada con su bastón de fresno con mango de marfil, que confería un atisbo de coquetería a unos andares lastimosos. Su corazón era débil, y si aún peleaba latente era no más que por la ingesta continuada de pastillas de los más diversos colores que ya tomaba sin mucho concierto y a deshoras. Y acaso lo peor de todo, no le quedaban muchas ganas de vivir. “Ya he visto casi todo lo que es digno de verse, y lo que me queda por ver, me parece que no me interesa”, refunfuñaba con resignación en aquellas en ocasiones que la compañía ruidosa o los comentarios inoportunos la abrumaban. Ahora daría carta de naturaleza a su declive a través de esa conversación pendiente con Agueda, que como bien decía, no permitía más aplazamientos. Por eso la citó con solemnidad, procurando no eludir el mínimo detalle y requiriendo el máximo interés.


- Quizá no nos queden tantos fines de semana que compartir como te piensas, pequeña, y bien que lo siento - rebatió con una cariñosa mirada -. Pero morir no es lo que más me preocupa, eso es sólo una cuestión de tiempo, para mí y para todos. Lo que de veras me inquieta son las cosas que dejaré por hacer, o las que comencé en su día de forma involuntaria y que deben ser continuadas a pesar de mi ausencia. Una de ellas, también lo sabes, ahí la tienes, bendita ella. Sólo Dios sabe lo feliz que me ha hecho a pesar de su silencio.


Se giraron por un momento hacia Nerea. Permanecía absorta frente al televisor en una habitación contigua, como cada tarde lo estaba desde ni se sabe cuándo. No quedaba muy claro si alcanzaba o no a comprender lo que evolucionaba antes sus ojos, también azules y rasgados, algo enrojecidos, como los de su madre y los de su hermano. A veces Rosa Miracles hubiera jurado que se llegaba a emocionar con los seriales de sobremesa desde que en cierta ocasión la vio llorar desconsolada ante una escena, en la que la protagonista femenina hacía lo propio lastimada por la indiferencia de un amante despótico y relajado. Rosa recordaba, cuando el asunto era comentado a modo de anécdota en el círculo familiar, que se trataba de un episodio final, como mandan los cánones, plagado de revelaciones tremendas: el galán volvía a su hogar abandonando el amor de su vida - que desde luego se comprobó que no lo era tanto-, la heroína decidió dejarle marchar guardando el secreto de un hijo por venir y silenciándole una grave enfermedad que era incompatible con su maternidad próxima. Algo más tarde llegó el clímax: el galán se arrepiente de su falta de sensibilidad y decide regresar al lado de su amante, juzga que merece ni que sea una explicación, algo de compasión evitaría mayores desastres: “las cosas se han complicado, mi familia me vigila, mi padre me amenaza con desheredarme, entiéndelo, la vida continúa, cuando todo se calme nos seguiremos viendo si tú quieres; además, lo sabes de sobras, nunca nos juramos amor eterno”. En el camino de vuelta, a través de un desfiladero profundo y en medio de una cruel tempestad, un rayo restalla con estrépito, su corcel le lanza al abismo y el jinete muere despeñado. Con el sepelio del frívolo galán, con la amante sollozando que lo observa clandestina tras unos árboles en la lejanía, apareció el fin tras más de un millar de capítulos en los que Nerea había permanecido impasible ante el televisor hasta ese único momento.

- Puede que tu padre tuviera razón –seguía diciendo la abuela sin dejar de mirar a Nerea -. Si cuando era una niña la hubiese llevado a un centro especializado, no sé, ahora a lo mejor sería capaz de hacer muchas cosas, y hasta quién sabe, quizá se hubiera valido por sí misma y haría una vida casi normal.
- Eso no lo sabrás nunca, ya no tiene mucho sentido planteárselo –sostuvo Agueda con ánimo consolador -. La verdad, yo no creo que hubiese mejorado mucho.
- Ya –suspiró Rosa -. Entonces eran otros tiempos, tenía que alejarla de mi lado y eso era pedirme demasiado… Pero sí, quizás tengas razón. Deja que te diga: con tu padre, que también es mi hijo, persona a la que he querido tanto como a ella, Dios lo sabe, pues en fin, lo hablé con él en más de alguna ocasión, y no es que se niegue, no… Pero la verdad, tampoco sé si me puedo fiar mucho de él. Le veo muy despistado con su vida como para ahora hacerse cargo de otra. Además, supongo que tampoco puedo pedirle a nadie que cargue con tu tía Nerea para siempre, y de hecho no lo he pensado ni por un momento. Lo único que reclamo para ella es algo de atención y cariño, distante si quieres y si no hay más remedio, pero sin que quede del todo olvidada. Cuando yo fallezca quiero que te encargues de ir a visitarla con la mayor regularidad de que dispongas. Eso a ti no te costará, tú la quieres casi tanto como yo. Ya he llegado a un acuerdo con el centro en Barcelona, y todo está previsto para cuando llegue ese momento. Creo que es un sitio ideal para ella. No es que vaya a estar como aquí, que hace lo que le viene en gana, pero con el paso del tiempo no tendrá más remedio que adaptarse. No dejo de pensar en ello, Agueda, la veo tan desvalida… Fíjate que te digo, si supiera con certeza qué es lo que me espera cuando cierre los ojos definitivamente, si supiera que en efecto allá arriba hay un cielo que nos aguarda, casi que sería capaz de llevármela conmigo. No, no vayas a llorar ahora, por favor. Quiero que sepas algo más que para mí tiene casi la misma importancia que lo te acabo de pedir, y te requiero entera y vigilante. Sé fuerte, mi niña, acabo enseguida y no te molesto más.


Agueda no podía evitarlo, le crujía el corazón tan sólo de pensar que algún día su abuela dejaría de estar a su lado. Escuchar sus últimas voluntades, así, en frío, le supuso un trago muy difícil de pasar. Pero no era ya sólo la negra perspectiva de no poder contar nunca más con el calor de su compañía, con la sabiduría y la ternura de su trato, la idea de ver a Nerea sola con ella misma como única visita durante el resto de su vida, aparcada de esa forma tan áspera en un lugar desconocido la desconsolaba todavía más. Nerea no habló nunca desde su nacimiento, jamás cruzó expresión de ninguna clase con nadie que no fuera su madre o su sobrina Agueda, a quienes apenas alcanzaba a sonreír ligeramente cuando la llamaban o cuando se quejaban por su inveterada manía de aparecer al lado de cualquiera sin avisar; los sustos que daba sin querer y por doquier eran continuos y difíciles de olvidar. Ni siquiera Brígida Candelaria, la asistenta que acudía a la casa diariamente desde hacía varios años podría asegurar con rotundidad que Nerea se hubiera percatado nunca de su presencia, o que la hubiera mirado alguna vez directamente a los ojos. “Pobre, esta bendita chica no responde a ningún estímulo”, pensó Brígida después de comprender que Nerea vivía muy tranquila fuera de este mundo.


Al menos, pensaba Agueda, en casa podía moverse a su antojo de un lugar a otro, iba bien alimentada y muy aseada, con su cabellera rubia siempre bien cepillada y brillante, de vez en cuando salía a pasear con la abuela por las cercanías, ocasionalmente bajaban al pueblo a comprar y revolver entre los puestos del mercadillo, a su manera y en su silencio perpetuo Nerea conocía el dulce abrigo de la felicidad. Ingresada en una residencia en mitad de la ciudad, sujeta a las normas con lógica impuestas para todos los internos y desatendida para siempre de afectos cercanos, Nerea padecería sin queja los años que le quedaran de vida. Nadie iría a socorrerla por mucho que se lo propusiera.


Pero el futuro de Nerea no fue el único asunto que Rosa Miracles trató con su nieta aquella tarde de té frío y graves confidencias. Tras ponerle al corriente de los temas financieros y de alguna que otra cuantiosa renta que conservaba –“esto lo llevarán los abogados, tú descuida “-, Agueda asumió aquella tarde un extraño legado al que en ese momento no concedió mayor importancia por la congoja que la atenazaba.

- Ése será para ti, míralo y escucha lo que de él tengo que contarte. ¿No te parece hermoso?
- Estoy harta de verlo ahí arriba, pero si te digo la verdad, nunca me había fijado en él detenidamente.

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