Friday, February 15, 2008

PIZZA CONECTION

Siempre me ha unido a Italia un gran sentimiento de cercanía, no en vano tuve la oportunidad de trabajar allí, yendo y viniendo, como guía turístico, durante un par de años a finales de los ochenta. Más tarde volví en varias ocasiones, de manera más espaciada, todo el tiempo el cual me brindó la ocasión de conocer muy de cerca la idiosincrasia de un país bello y complejo como pocos .

Recuerdo especialmente como si fuera ayer una de las muchas conversaciones tranquilas que mantuve con Lela paseando por los jardines de Tivoli, bello enclave en los alrededores de Roma. Lela era todavía una veterana guía local de Roma, que entregaba poco a poco su vara de mando como la mejor que era a mi querida Lori, su hija, también una gran diva en la materia. Los mundiales de fútbol de Italia habían ya pasado hacía un par de años, y los estadios, flamantes, estaban todos acabados, pero el mayor montante de inversión, que se había destinado a renovar infraestructuras como autovías, puentes o viales urbanos se había "perdido" por el camino y la mayoría de las obras en ese capítulo quedarían sin finalizar en la mayoría de las ciudades, aún muchos meses después de acabar el campeonato.

Lela me relataba esa circunstancia con profunda desazón, recordando a la vez la brillante ceremonia de inauguración de las olimpiadas del 92, en Barcelona. España había logrado ofrecer una imagen de renovada modernidad y había entrado por la puerta grande y con antelación sobrada al siglo XXI. La comparación era inevitable para ella. Primero me dijo sinceramente que le emocionó ver como España había logrado impactar al mundo con una ceremonia tan original y espectacular. Y volviendo la mirada hacia Italia, me decía que incluso había llegado a llorar por su país, una nación a la que amaba profundamente pero a la que cada vez veía más sumida en un esclerótico estado de declive para el que no veía salida en un futuro cercano.

Qué razón tenía. Tres o cuatro meses antes, el mismo mayo del 92, yo andaba trabajando por París, y mientras ojeaba desde mi periódico en la Place du Tetre los ecos de la brillante victoria blaugrana en Wembley, en las paginas anteriores se analizaba profusamente la noticia de la semana: el asesinato en Palermo, el 23 de mayo, del Juez Giovanni Falcone. El insigne jurista ya había avisado de cómo las gastaban sus enemigos: "sólo se paga una deuda con la mafia con la vida, y yo la pagaré;... pero alguien tiene que hacer mi trabajo", dijo semanas antes de morir. El 25 de mayo su funeral en la catedral de Palermo reunió a miles de personas que reconocían en Falcone a uno de los últimos héroes de Italia.

La nación transalpina se ha debatido siempre entre dedicar sus esfuerzos a la necesidad de progreso y la mejora de la competitividad o declarar una guerra abierta a sus captores, confrontación de la que nadie sabe cómo acabaría con certeza. Y de esa la indecisión precisamente surge el caos que impide gobernar el país con cierta calma desde antiguo. Prodi parecía que podría controlar, con su vitola de gestor de rigor europeo, una legislatura tranquila en Roma. Pero en el Tíber las aguas nunca bajaron calmas. Prueba de ello es el lamentable espectáculo que tuvo lugar en la votación en el Senado sobre la continuidad del proyecto Prodi, entre insultos graves y escenas tragicómicas, a finales de este mismo enero. Retuerce la conciencia italiana comprobar hasta cómo servicios públicos tan estratégicos como la recogida y tratamiento de residuos urbanos, como en Nápoles, siguen secuestrados por la mafia local. Y choca y entristece contemplar, entretanto, como un ocioso ministro de agricultura del mismo gobierno Prodi monta un follón continental para solicitar que todo lo que se desee llamar "pizza" en Europa respete el rigor de los ingredientes de la receta original. Sí, seguramente ese era el problema culmen de mi querida Italia, señor ministro, seguramente que lo era. Ciao bambini.