Wednesday, April 23, 2008

UNA ROSA Y UN LIBRO

Supongo que los habrá de otra manera, pero yo siempre he recordado el día de Sant Jordi como un día especialmente agradable en Barcelona, claro y luminoso, con ese sol radiante que se levanta en las mañanas límpidas que dejan la lluvias de primavera, y un día de mucha gente en la calle, alegre, presurosa de llevar su regalo a las personas que estima de veras. Un libro o una rosa.

Y siempre que llega Sant Jordi, dejadme que os cuente y confiese, recuerdo un primer amor. Bajo ese sol fresco y radiante, una chica morena de sonrisa grácil y grandes ojos negros, una blusa de flores de colores y sobre ella una rebeca blanca, unos vaqueros claros y unos zapatos de tacón oscuros, y muchas rosas rojas en sus manos: ¿quiere una rosa a cien pesetas, señor? La recuerdo que se acerca y me estremezco de alegría, ningún otro chaval en la capa de la Tierra podría sentirse tan afortunado como yo, contando con el cariño de esa rosa. Los años pasaron y pasaron y esa rosa nunca se marchitó, pero voló fresca de mis manos para ya no volver.

Muchas décadas antes de que Shakeaspeare y Cervantes nos apabullaran con su comercial e impostada fiesta del libro, mucho antes de que San Valentín se convirtiera en el santo de los grandes almacenes las parejas catalanas renuevan su amor con el regalo mutuo de una rosa y de un libro. No es sólo, al menos aquí, entendamos, una fiesta comercial para festín de editoriales, no es sólo un día de culto a la literatura erudita. Es ante todo un día festivo en el que se celebra y se renueva el amor, la tolerancia y la cultura. Es una fiesta que saluda a la vida y a la primavera. Es una rosa y un libro.

Wednesday, April 09, 2008

FREE TIBET

Todavía conservo en mis oídos el grito desgarrado de una joven tibetana, hace pocas semanas, que luchaba por no ser aplastada en una valla de contención que la Policía de Nueva York había colocado frente a la sede de Naciones Unidas. El dispositivo de seguridad implementado era de cierta ostentación, teniendo en cuenta el poco más de dos centenares de manifestantes que se agolpaban desesperados, en un acto de protesta en el que se acusaba a China de haber perpetrado en Lhasa una brutal represión, unos pocos días antes, con víctimas mortales. Guardias a caballo vigilaban que nadie rebasara la valla. En ese momento los miraba, confieso, con cierta compasión. Era una mañana fría y los gritos de FREE TIBET se ahogaban entre el ulular del viento que rugía desde el East River. Horas más tarde, convencido de que la manifestación se apagaría ante la indiferencia de los turistas, que apenas sí les rendían cuentas, los volví a ver gritar entre la muchedumbre de la Quinta avenida. Los gritos seguían pasando desapercibidos en una ciudad monumental donde ya nada sorprende lo suficiente. No dejaba de tener la escena cierto aire romántico, una pequeña cofradía de rebeldes que protestaban al coloso chino, impertérrito a veinte mil kilómetros de donde se hallaban. No puedo evitar sentir toda mi solidaridad por aquellos desesperados manifestantes, que en varios casos mostraban fotos de familiares entre las víctimas de la represión del gobierno chino.

Semanas después vuelvo a contemplar cómo ondea la bandera tibetana al paso accidentado de la antorcha olímpica allí por donde prende. Según los corresponsales, China está preocupada por la irritación y la ofensa que los atropellos constantes a la antorcha olímpica pueda causar entre sus ciudadanos. Me parece llamativo; qué curiosa es la especie humana, ¿no os parece?. No hace tanto tiempo que estábamos preocupados por la pobreza que invadía el antiguo Imperio del Medio, y cómo afectaría a la estabilidad del gobierno comunista que se abría a un incipiente proceso de reformas económicas, y ya estamos hablando de una sociedad en la que los acomodados se multiplican y hasta se ofenden porque les soplan, pobres, su llama olímpica. Fuera ironías, me parece de una ceguera atroz, por parte del gobierno comunista, utilizar la violencia para reprimir las protestas tibetanas. Acaso sea pedirles demasiado a una gerontocracia que se resiste a abandonar el valor del autoritarismo como modo de dominar pueblos y territorios. Pero si es que hasta el viejo Mao, hace cincuenta años, se avino a entrar en negociaciones con el Dalai Lama para abrir el sendero de la autonomía a una tierra que debería tener las más altas cuotas de soberanía, tal y como le corresponde al Tíbet por su historia y tradición, una historia tristemente truncada con la invasión de los comunistas. Pues señores de Beijing, lamento mucho que su llama se apague, qué triste, de veras; pero más triste es que se pisoteen los derechos humanos en una tierra donde quieren ustedes que gobierne el "fair play". Sencillamente, ustedes no se merecen alojar la llama olímpica.