Monday, November 09, 2009

Sin título


Debía ser media tarde cuando desperté algo aturdido en la cama del box número 6 de urgencias. Pero ni siquiera de eso puedo estar seguro, porque las horas en la cama de un hospital se difuminan de tal manera que llegas a perder realmente la noción del tiempo. Entre eso y el efecto de la morfina, lo cierto es que me enteraba de todo a medias, sólo a medias. Traté de incorporarme pero un dolor todavía controlable en el costado me recordó que era rehén de una piedra en el riñón que, hecha añicos mediante litotricia, aún me mantendría luchando -¿exagero?, creo que no- un día o dos más. Paciencia, me repetí. Quise pensar que sería el último capítulo de un verano para olvidar, con varios ingresos intempestivos que de forma regular me recordaban la fragilidad y brevedad de mi ser - y tampoco exagero-. Las horas del hospital también dan mucho qué pensar, y no siempre en la dirección deseada.

En ese momento me encontraba sólo y en pijama azul cielo, Mari Carmen y Pili habían salido a tomar un café probablemente. Miré alrededor tratando de reconocerme en aquel sitio. Escuché que hablaban fuera de la habitación. El box no tiene puertas, apenas una cortina te separa del pasillo de urgencias. Traté de incorporarme un poco con la intención de prestar mayor atención a la conversación que se desarrollaba, y como quiera que la cortina no llegaba hasta el suelo, incluso podía divisar los pies de esas dos personas. El médico llevaba unos zuecos verdes de plástico y unos pantalones sanitarios verdes. El familiar de la paciente que se hallaba en el box número 1, justo enfrente mío, llevaba unos zapatos marrones bajo unos pantalones oscuros.

- No le puedo dar mejores noticias, lo lamento de veras -le dijo el médico.
- Lo sé y se lo agradezco. No sé ahora cómo le explicaré todo esto a ella.
- No se preocupe, eso lo haré yo e intentaré hacerlo de la mejor forma posible.

En ese momento, una enfermera joven, atenta y muy sonriente me ha vuelto a suministrar un calmante por vía intravenosa -¿lo digo bien?-. Qué bien sientan las sonrisas en mi situación, pienso. En poco tiempo el sopor acumulado y el efecto del nuevo calmante, no sé cuántos ya, hacen su efecto y vuelvo a dormir. Me despierto, no sé cuánto rato ha pasado, y todavía metido en la camilla me sacan de la habitación para hacerme una nueva radiografía. Al salir de allí, mi cuello se gira como un resorte mecánico hacia el box número uno. Está vacío, la cortina está abierta y una señora del servicio de limpieza va pasando con rapidez una fregona. La verdad es que no me atrevo a preguntar qué ha pasado con aquella paciente, ni tampoco tengo muchas fuerzas para mantener una conversación. No la conocía de nada, creo que ni si tan siquiera pude ver su cara. Aún así no puedo evitar sentir cierta opresión en el pecho. Todavía ahora me pregunto tímidamente qué sería de ella.

Han pasado varios días ya desde que salí del hospital. Es mediodía y salgo de la autopista para tomar la comarcal que me lleva justo de frente hacia Collserola por el lado del Vallés. Mientras contemplo al volante todo lo largo de la sierra, la verdad es que todo me parece mucho más verde, más azul, más luminoso. Cojo mi raqueta y salgo a la pista. Allí me espera Santi, el "coach", le digo yo. Veintitantos, casi metro noventa, esbelto y con un tsunami en cada uno de sus brazos. Con él aprendo una vez por semana a moverme con mayor sentido por la pista y de paso juego ese partido que nunca ganaré. Una hora. He sudado de lo lindo. No he sentido dolor.

- Me alegro de que estés bien de nuevo, Óscar.
- Gracias, "coach". Yo también me alegro.