Perdonad si hablo de mí. Es lo que mejor desconozco.
Hace unos días estaba haciendo deporte, que en mi caso no sé bien si es una sana costumbre o un hábito al que no soy capaz de renunciar, y acabado el partido de tenis me fui a la ducha. Había algunos hombres preparándose para salir a la pista. No prestaba mucha atención a la conversación previa, pero me llamó la atención cuando uno de ellos dijo:
- Joder (sic), ¿os habéis dado cuenta? Antes no parábamos de hablar de coches, de motos , de tías (recuerdo que la escena se reproduce en un vestuario masculino), y ahora ya sólo hablamos de la maldita crisis. ¿Qué coño nos pasa?
- Tienes razón. Menuda mierda -asintió un tercero.
No podían hablar peor ni mejor. Qué razón tenían, pensé. Y so pena de pasar por insolidario, sobre todo para aquellos susceptibles tan amigos de cogerlo todo con pinzas para luego embadurnarse de una falsa santidad, estoy convencido de que a pesar de la delicada coyuntura financiera, que luego ha contagiado al resto de sectores económicos a nivel mundial (además del decaimiento de los tochos patrios), un enorme componente de esta aguda crisis es apabullantemente psicológico. No lo dirás por aquellos que se quedan sin trabajo, me diréis vosotros. Pues en gran parte, sí, también ellos lo son, también son víctimas de un estado de histeria colectiva sin precedentes en la historia moderna de nuestro mundo. Ese bombardeo desenfrenado y sin resuello, veinticuatro horas al día toda la semana, por parte de todos los medios de comunicación desde Portland hasta Singapur, desde Estocolmo hasta Durban, no sólo no beneficia sino que empeora gravemente el estado de cosas. El que no puede comprar porque se queda sin trabajo no compra, pero lo malo es que aquel que conserva el trabajo tampoco consume y este estado de ansiedad colectivo, incluso en aquellos que es del todo improbable que pierdan su trabajo, nos está haciendo polvo con mayor crudeza incluso que el castigo inflingido por las hipotecas subprime a la economía americana.
Es curioso. Todos los años por estas fechas, yo muy original, se me ocurre redactar un artículo sobre los vicios consumistas que nos aquejan como animales sociales que somos. No paro de ver frivolidad en actos tan nimios como adquirir un pijama de cuadros porque viene la Navidad o en comprar un par de tabletas más de turrón. Pero ahora que lo pienso bien, fijaros lo voluble de la naturaleza humana (acaso sólo la mía, más concretamente), este año no se me ocurre una manera mejor de ser solidario que comprar. No comprar por comprar, por supuesto, que algunos/as se lo pueden tomar de excusa y ya se estaban frotando las manos, sino de adquirir aquello que teníamos pensado tomar o hacer pero que luego hemos rehusado obtener porque nos ha cogido el miedo al qué pasará. No hablo de las grandes inversiones, ni de los pelotazos de los buitres bursátiles, una especie en plena expansión. Hablo de aquellas cosas, pequeñas o no, que nos hacían ilusión tener y realmente podemos tener igualmente, porque de ésa no nos vamos a arruinar, con toda seguridad.
Hace un par de semanas se me ocurrió celebrar esta crisis comprando un par de entradas para el concierto de Bosé (pues sí, también me va el petardeo pedorro recauchutado con electronic sound machine, qué pasa, no sólo de jazz-fussion vive el hombre sensible y moderno) e invitar a mi chica a un rato de bailoteo. A lo mejor el detalle, si no es por la crisis, no se me hubiera ocurrido, seamos sinceros. Pero me duele que nos manoseen los media ahora con su cantinela tremendista para recabar más atención, porque es precisamente esto lo que más atención demanda. Falso. Sí, confirmado, hay crisis, pero no es para tanto, que entre todos la mataron y ella sola se murió.
Hace unos días estaba haciendo deporte, que en mi caso no sé bien si es una sana costumbre o un hábito al que no soy capaz de renunciar, y acabado el partido de tenis me fui a la ducha. Había algunos hombres preparándose para salir a la pista. No prestaba mucha atención a la conversación previa, pero me llamó la atención cuando uno de ellos dijo:
- Joder (sic), ¿os habéis dado cuenta? Antes no parábamos de hablar de coches, de motos , de tías (recuerdo que la escena se reproduce en un vestuario masculino), y ahora ya sólo hablamos de la maldita crisis. ¿Qué coño nos pasa?
- Tienes razón. Menuda mierda -asintió un tercero.
No podían hablar peor ni mejor. Qué razón tenían, pensé. Y so pena de pasar por insolidario, sobre todo para aquellos susceptibles tan amigos de cogerlo todo con pinzas para luego embadurnarse de una falsa santidad, estoy convencido de que a pesar de la delicada coyuntura financiera, que luego ha contagiado al resto de sectores económicos a nivel mundial (además del decaimiento de los tochos patrios), un enorme componente de esta aguda crisis es apabullantemente psicológico. No lo dirás por aquellos que se quedan sin trabajo, me diréis vosotros. Pues en gran parte, sí, también ellos lo son, también son víctimas de un estado de histeria colectiva sin precedentes en la historia moderna de nuestro mundo. Ese bombardeo desenfrenado y sin resuello, veinticuatro horas al día toda la semana, por parte de todos los medios de comunicación desde Portland hasta Singapur, desde Estocolmo hasta Durban, no sólo no beneficia sino que empeora gravemente el estado de cosas. El que no puede comprar porque se queda sin trabajo no compra, pero lo malo es que aquel que conserva el trabajo tampoco consume y este estado de ansiedad colectivo, incluso en aquellos que es del todo improbable que pierdan su trabajo, nos está haciendo polvo con mayor crudeza incluso que el castigo inflingido por las hipotecas subprime a la economía americana.
Es curioso. Todos los años por estas fechas, yo muy original, se me ocurre redactar un artículo sobre los vicios consumistas que nos aquejan como animales sociales que somos. No paro de ver frivolidad en actos tan nimios como adquirir un pijama de cuadros porque viene la Navidad o en comprar un par de tabletas más de turrón. Pero ahora que lo pienso bien, fijaros lo voluble de la naturaleza humana (acaso sólo la mía, más concretamente), este año no se me ocurre una manera mejor de ser solidario que comprar. No comprar por comprar, por supuesto, que algunos/as se lo pueden tomar de excusa y ya se estaban frotando las manos, sino de adquirir aquello que teníamos pensado tomar o hacer pero que luego hemos rehusado obtener porque nos ha cogido el miedo al qué pasará. No hablo de las grandes inversiones, ni de los pelotazos de los buitres bursátiles, una especie en plena expansión. Hablo de aquellas cosas, pequeñas o no, que nos hacían ilusión tener y realmente podemos tener igualmente, porque de ésa no nos vamos a arruinar, con toda seguridad.
Hace un par de semanas se me ocurrió celebrar esta crisis comprando un par de entradas para el concierto de Bosé (pues sí, también me va el petardeo pedorro recauchutado con electronic sound machine, qué pasa, no sólo de jazz-fussion vive el hombre sensible y moderno) e invitar a mi chica a un rato de bailoteo. A lo mejor el detalle, si no es por la crisis, no se me hubiera ocurrido, seamos sinceros. Pero me duele que nos manoseen los media ahora con su cantinela tremendista para recabar más atención, porque es precisamente esto lo que más atención demanda. Falso. Sí, confirmado, hay crisis, pero no es para tanto, que entre todos la mataron y ella sola se murió.
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