Admito lo melodramático del título, pero me vais a permitir que no sea más explícito, no vaya a ser que me encuentre mañana en el desayuno con un trago de uranio enriquecido dentro del café y me vaya de golpe por allí donde no vine. En efecto, como siga así la cosa, entre los extremistas musulmanes tan sensibles con los comentarios occidentales (que no con los derechos humanos en sus respectivos países, ni con los derechos de la mujer, ni...), los regímenes que eliminan a su desidencia (lo que se dice a gritos de Moscú en toda Europa), y los que eliminan a la disidencia en países vecinos (también se habla de Damasco en el último asesinato de Beirut) no nos van a dar oportunidad, de aquí a unos años, más que a meternos con toreros, con folclóricas y sus vestidos o con futbolistas venidos a menos (bueno, cuidado también, cualquiera critica a Raúl -y eso que juega a ratos-, ni que tuviera plaza de opositor en la selección oyes, que mal ha sentado que no juegue un par de partidos).
Fuera ya ironías, da pavor observar como se pone la cosa más allá de las reducidas fronteras de la democracia occidental y de algunos países emergentes como Corea del Sur, Singapur, Taiwán, India, y poco más. Los dictadores, tanto los reconocidos como los que no lo reconocen, que son mayoría, tiran cada vez más de servicios secretos y de soluciones últimas para eliminar "problemas" de disidencia. En un mundo feliz, el Tribunal Penal Internacional acabaría por enchironar a todos esos voraces caimanes que se comportan más como alimañas peligrosas que como estadistas al servicio público. Pero el nuestro cada vez se parece menos a un mundo feliz. No me vale el cuento chino de la dificultad de gobernar algunos estados históricamente problemáticos y tumultuosos, como suele de decirse de Rusia o de China, ni aquello del polvorín geoestratégico en que algunos se dicen inmersos, como la propia Siria, o Irán, por nombrar a los que están más de moda, aunque se podría citar una lista interminable, desgraciadamente.
Es difícil recomendar cualquier solución en este mundo tan complejo e hipócrita, una sociedad internacional que aplaude a la vez que maldice. Debería haber mínimos comunes no traspasables, mínimos los cuales de no alcanzarse debieran relegar a sus culpables al más oscuro rincón de la indiferencia internacional. Pero no, el realismo ruín del corto plazo, el interés miserable por unos barriles de petróleo, cualquier rendimiento inmediato puede más que un pensamiento razonable, que una estrategia solidaria. Líbano sufre la siniestra influencia de Damasco y Teherán sobre la oposición de su Parlamento, padece la inabordable crueldad de esos dirigentes extranjeros, que temen que de perder influencia en Beirut la zona pueda llegar a occidentalizarse sin remedio. De hecho algo parecido pasó con los países del este europeo con respecto a Rusia. En realidad, tanto Teherán como Damasco no temen a occidente, ni siquiera a Israel, lo que temen de veras es la libertad, la democracia, la igualdad y los derechos humanos. Les entra un pánico retrógrado pensar que si las cosas van bien el Líbano van asistir al progreso de la libertad a las puertas de su frontera. Su propio pueblo verá el progreso más inmediato cerca de su casa, y eso los déspotas no lo pueden permitir. La democracia en el Líbano es el verdadero peligro, la amenaza real para sus régimenes autoritarios. No podemos abandonar el Líbano a su destino.
Fuera ya ironías, da pavor observar como se pone la cosa más allá de las reducidas fronteras de la democracia occidental y de algunos países emergentes como Corea del Sur, Singapur, Taiwán, India, y poco más. Los dictadores, tanto los reconocidos como los que no lo reconocen, que son mayoría, tiran cada vez más de servicios secretos y de soluciones últimas para eliminar "problemas" de disidencia. En un mundo feliz, el Tribunal Penal Internacional acabaría por enchironar a todos esos voraces caimanes que se comportan más como alimañas peligrosas que como estadistas al servicio público. Pero el nuestro cada vez se parece menos a un mundo feliz. No me vale el cuento chino de la dificultad de gobernar algunos estados históricamente problemáticos y tumultuosos, como suele de decirse de Rusia o de China, ni aquello del polvorín geoestratégico en que algunos se dicen inmersos, como la propia Siria, o Irán, por nombrar a los que están más de moda, aunque se podría citar una lista interminable, desgraciadamente.
Es difícil recomendar cualquier solución en este mundo tan complejo e hipócrita, una sociedad internacional que aplaude a la vez que maldice. Debería haber mínimos comunes no traspasables, mínimos los cuales de no alcanzarse debieran relegar a sus culpables al más oscuro rincón de la indiferencia internacional. Pero no, el realismo ruín del corto plazo, el interés miserable por unos barriles de petróleo, cualquier rendimiento inmediato puede más que un pensamiento razonable, que una estrategia solidaria. Líbano sufre la siniestra influencia de Damasco y Teherán sobre la oposición de su Parlamento, padece la inabordable crueldad de esos dirigentes extranjeros, que temen que de perder influencia en Beirut la zona pueda llegar a occidentalizarse sin remedio. De hecho algo parecido pasó con los países del este europeo con respecto a Rusia. En realidad, tanto Teherán como Damasco no temen a occidente, ni siquiera a Israel, lo que temen de veras es la libertad, la democracia, la igualdad y los derechos humanos. Les entra un pánico retrógrado pensar que si las cosas van bien el Líbano van asistir al progreso de la libertad a las puertas de su frontera. Su propio pueblo verá el progreso más inmediato cerca de su casa, y eso los déspotas no lo pueden permitir. La democracia en el Líbano es el verdadero peligro, la amenaza real para sus régimenes autoritarios. No podemos abandonar el Líbano a su destino.
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