Creo recordar que todavía no había cumplido veinte años. Llevaba una mala racha encadenando notas mediocres en la facultad, y lo peor es que en ese momento la cosa no tenía visos de cambiar a corto plazo. Admito que no estaba muy acostumbrado a que las cosas no salieran como yo preveía en ese terreno. Estaba sumido en un mar de dudas e inseguridades, acaso las propias de la edad cuando comienzas a notar ya en la nuca el aliento de las responsabilidades verdaderas que se acercan sin remedio. Lo único que se me ocurría para apartar ese molesto despiste que me embargaba era salir y salir como un poseso, como si cada noche fuera la última, como si detrás de cada copa ya no hubiera ninguna más. Lo malo es que cuando despertaba, la realidad volvía tozuda para recordarme que la vida no tiene paréntesis en esa época de tu trayectoria, que aunque no estés muy preparado todavía has de decidir rápido y procurar no equivocarte mucho.
El caso es que en esa tesitura llegue un sábado de madrugada a mi casa. No había dormido ni dos horas y mi madre me increpaba para levantarme y para que me fuera rápido al "examen de guías". ¿De qué?, le contesté algo resacoso. Sí, te lo expliqué el otro día, y te dije que... En fin, así que, más por no oírla a ella que por convicción propia ( "si has tenido -bip,bip- para salir de noche, ten ahora para afrontar tus obligaciones"-¡guau, me dije!-), me dirigí a la calle Aragón, 249, con una buena pastilla encima para el dolor de cabeza y así acabar con el maldito y molesto asunto del examen que me había buscado mi "pesada" madrecita. Aunque no entraré en detalles, sí diré que el examen -oral- que simulaba una situación real en un autocar frente a los clientes, me salió bordado probablemente porque la tranquilidad que concede la inconsciencia me inyectó una serenidad a prueba de bomba que llamó la atención del examinador, mi futuro jefe. El miércoles siguiente y sin avisos previos guiaba ya un autocar desde un seminario de Toledo ( "Legionarios de Cristo", si no recuerdo mal) hasta San Pedro de Roma, a la beatificación de no sé que notable miembro de la congregación -dicho sea con el mayor de los respetos, por supuesto, faltaría más-.
Así comenzó mi breve pero muy intensa carrera de guía turístico, siete u ocho años, que me llevó, junto con otros queridos compañeros, a errar por esos mundos de Dios durante unos años que, tal y como dijo mi amigo y jefe Vicente la otra noche en Can Soteras, fueron quizá los mejores de nuestra vida. Que ¿por qué? Creo que pocos hemos disfrutado del placer de respirar el mundo y la historia en vivo y en directo a esa temprana edad, un trabajo entonces bien pagado y que daba la oportunidad de conocer a cientos de gentes interesantes -o no- en lugares incomparables. Por poner un ejemplo, algunos tuvimos el raro privilegio de ser testigos de las revoluciones democráticas de los países del este europeo de finales de los ochenta, de asistir en primera fila a la lenta caída del imperio soviético, de ver venir el desastre que se respiraba en los Balcanes, por mencionar algunos de los hechos históricos más relevantes que ha vivido nuestra generación.
Pero a mediados de los noventa el sector turístico había cambiado rápida y profundamente. Una nueva generación de españoles, los de la beca Erasmus, ya viajaba tranquilamente por su cuenta sin necesidad ni de guías, ni de autocares, ni de mapas. Hablaban idiomas e iban bien preparados. Como mucho, se apuntaban al interrail. Se acercaba ya la época del "todo incluído", del "low cost", el nacimiento de internet como fenómeno global, la sociedad de la información, etc. Europa se había convertido en nuestro patio trasero de ocio y descanso y, por las razones que fueran, nuestra querida empresa le costó adaptarse a todo eso junto y terminó por desaparecer. Las semanas siguientes después del cierre, aunque yo hacía tiempo que no ejercía de guía, las viví con cierta turbación, me costó digerir que algo que tanto bien me había hecho desapareciera de repente. Era como si de sopetón me arrancaran de forma violenta un par o tres de las mejores páginas en mi álbum de recuerdos. Dejé de ver a mis compañeros, les perdí la pista a la mayoría, seguro que por mi culpa, no digo que no, y el "universo Golden" se me esfumó.
No hace mucho tiempo pasé con el coche por delante de las oficinas de la antigua terminal de Golden. Hubiera jurado que habían colocado un sex-shop en esas mismas instalaciones. "Óscar, no es tan malo. En el futuro estos locales serán tan necesarios y numerosos como las farmacias", me soltó un amigo cachondo como extraño consuelo. "No estoy muy seguro de eso", le contesté.
El pasado viernes por la noche, merced a una celebrada y nunca bien ponderada iniciativa de unas cuantas compañeras (Mil Gracias a Palmira, Nuria M,. Inma, Cristina...), nos reunimos de nuevo la gran mayoría de la empresa en Can Soteras. Para mí, como para todos, imagino, fue una noche muy especial y emocionante. A mi mente y de golpe volvieron bellos recuerdos adormecidos: unas risas en Versalles con Jordi, una shisha en el Khallili con Pablo, un café con María, Andrés y Xavi en Florencia, cerca de la Signoria, unas ostras en Charlot con Josep tras dejar a los clientes en el Moulin Rouge (Ces't Formidable!), un cigarro con César en la explanada de las Pirámides, un paseo con Fernando en un parque en Sofia, un breve remojón en faluca por el Nilo en Aswan, un atardecer en el templo de Philae, un vals en Viena,... El viernes por la noche entendí por fin que Golden en realidad no había desaparecido, que la empresa seguía bien viva entre nosotros y por nosotros. Esa noche dormí alegre y tranquilo. Hasta pronto compis.
El caso es que en esa tesitura llegue un sábado de madrugada a mi casa. No había dormido ni dos horas y mi madre me increpaba para levantarme y para que me fuera rápido al "examen de guías". ¿De qué?, le contesté algo resacoso. Sí, te lo expliqué el otro día, y te dije que... En fin, así que, más por no oírla a ella que por convicción propia ( "si has tenido -bip,bip- para salir de noche, ten ahora para afrontar tus obligaciones"-¡guau, me dije!-), me dirigí a la calle Aragón, 249, con una buena pastilla encima para el dolor de cabeza y así acabar con el maldito y molesto asunto del examen que me había buscado mi "pesada" madrecita. Aunque no entraré en detalles, sí diré que el examen -oral- que simulaba una situación real en un autocar frente a los clientes, me salió bordado probablemente porque la tranquilidad que concede la inconsciencia me inyectó una serenidad a prueba de bomba que llamó la atención del examinador, mi futuro jefe. El miércoles siguiente y sin avisos previos guiaba ya un autocar desde un seminario de Toledo ( "Legionarios de Cristo", si no recuerdo mal) hasta San Pedro de Roma, a la beatificación de no sé que notable miembro de la congregación -dicho sea con el mayor de los respetos, por supuesto, faltaría más-.
Así comenzó mi breve pero muy intensa carrera de guía turístico, siete u ocho años, que me llevó, junto con otros queridos compañeros, a errar por esos mundos de Dios durante unos años que, tal y como dijo mi amigo y jefe Vicente la otra noche en Can Soteras, fueron quizá los mejores de nuestra vida. Que ¿por qué? Creo que pocos hemos disfrutado del placer de respirar el mundo y la historia en vivo y en directo a esa temprana edad, un trabajo entonces bien pagado y que daba la oportunidad de conocer a cientos de gentes interesantes -o no- en lugares incomparables. Por poner un ejemplo, algunos tuvimos el raro privilegio de ser testigos de las revoluciones democráticas de los países del este europeo de finales de los ochenta, de asistir en primera fila a la lenta caída del imperio soviético, de ver venir el desastre que se respiraba en los Balcanes, por mencionar algunos de los hechos históricos más relevantes que ha vivido nuestra generación.
Pero a mediados de los noventa el sector turístico había cambiado rápida y profundamente. Una nueva generación de españoles, los de la beca Erasmus, ya viajaba tranquilamente por su cuenta sin necesidad ni de guías, ni de autocares, ni de mapas. Hablaban idiomas e iban bien preparados. Como mucho, se apuntaban al interrail. Se acercaba ya la época del "todo incluído", del "low cost", el nacimiento de internet como fenómeno global, la sociedad de la información, etc. Europa se había convertido en nuestro patio trasero de ocio y descanso y, por las razones que fueran, nuestra querida empresa le costó adaptarse a todo eso junto y terminó por desaparecer. Las semanas siguientes después del cierre, aunque yo hacía tiempo que no ejercía de guía, las viví con cierta turbación, me costó digerir que algo que tanto bien me había hecho desapareciera de repente. Era como si de sopetón me arrancaran de forma violenta un par o tres de las mejores páginas en mi álbum de recuerdos. Dejé de ver a mis compañeros, les perdí la pista a la mayoría, seguro que por mi culpa, no digo que no, y el "universo Golden" se me esfumó.
No hace mucho tiempo pasé con el coche por delante de las oficinas de la antigua terminal de Golden. Hubiera jurado que habían colocado un sex-shop en esas mismas instalaciones. "Óscar, no es tan malo. En el futuro estos locales serán tan necesarios y numerosos como las farmacias", me soltó un amigo cachondo como extraño consuelo. "No estoy muy seguro de eso", le contesté.
El pasado viernes por la noche, merced a una celebrada y nunca bien ponderada iniciativa de unas cuantas compañeras (Mil Gracias a Palmira, Nuria M,. Inma, Cristina...), nos reunimos de nuevo la gran mayoría de la empresa en Can Soteras. Para mí, como para todos, imagino, fue una noche muy especial y emocionante. A mi mente y de golpe volvieron bellos recuerdos adormecidos: unas risas en Versalles con Jordi, una shisha en el Khallili con Pablo, un café con María, Andrés y Xavi en Florencia, cerca de la Signoria, unas ostras en Charlot con Josep tras dejar a los clientes en el Moulin Rouge (Ces't Formidable!), un cigarro con César en la explanada de las Pirámides, un paseo con Fernando en un parque en Sofia, un breve remojón en faluca por el Nilo en Aswan, un atardecer en el templo de Philae, un vals en Viena,... El viernes por la noche entendí por fin que Golden en realidad no había desaparecido, que la empresa seguía bien viva entre nosotros y por nosotros. Esa noche dormí alegre y tranquilo. Hasta pronto compis.
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