Cualquier metro urbano es un microcosmos que reduce de forma notable los posibles puntos de encuentro de los habitantes de una ciudad. La urbe respira y se oxigena a través de ellos, son las verdaderas venas por donde corre la sangre de forma acelerada en forma de caras y rostros ajetreados, a veces preocupados, otras distraídos y dormidos, casi siempre cansados. Esta tarde, sin ir más lejos, me he encontrado a J.C., un profesor de la facultad que alguna cosa me debió enseñar hará unos veinte años (y pico, de acuerdo) y del que guardo un grato recuerdo, aunque con toda seguridad él ni siquiera reparara en mi presencia, ni ayer ni cuando era alumno suyo. Otros veinte años pasarán hasta que me lo encuentre de nuevo y , eso sí, me recuerde el hermoso rostro de una rubia, también alumna suya, con la que soñé muchos días, antes de que en una de sus clases me pasara una nota en la que me invitaba, por fin, a un largo café. Lo malo es que aquella rubia, a diferencia del profesor gris, no cogerá el metro nunca con toda seguridad.
Pero no siempre los encuentros funcionan como uno quiere. Ayer por la mañana esperaba en la estación del Clot y giré la mirada. Mercedes estaba allí, y todavía, distraída y preocupada, no se había dado cuenta que yo estaba a su lado (empiezo a pensar que soy la última reencarnación del hombre invisible). Es una mujer madura a la que conocí en el bar de la esquina al lado de mi trabajo donde esporádicamente bajo a tomar un café. A base de tanto vernos en mesas contiguas día tras otro, año tras año, caímos en la cuenta de que compartíamos afición por la literatura (es un hecho conocido que a casi todas las mujeres les gusta leer, otra característica más en la que nos aventajan). Ella es secretaria de dirección en una empresa de publicidad. Como siempre, torpe incorregible, le hice la pregunta retórica de "cómo te va, cuánto hace que no te veía". "No me va bien, la empresa me ha presentado el finiquito que firmaré mañana y estos días voy a arreglar unas cuantas cosas antes de irme definitivamente". Entre que el Ayuntamiento de Barcelona, según ella me dijo, había cambiado una norma que restringía la publicidad estática en vallas y otros lugares al efecto -cada vez es más temido dicho consistorio entre sus administrados, que se lo hagan mirar-, perjudicando severamente a su empresa, y que la contratación por otros conceptos había descendido un horror, el resultado es que ella se iba a la calle, y no pasaría mucho tiempo, me dijo, hasta que la empresa dejara de funcionar.
Es el signo de los tiempos, pensé. Mercedes estaba indignada por cuanto consideraba que era cierto que había crisis, ella era una prueba más de ello, pero estaba convencida de que estaba apareciendo una pléyade de "sinvergüenzas" sin escrúpulos que, al calor de los acontecimientos, aprovechaba para sacarse de encima trabajadores sin mucha justificación. Me continuaba diciendo que la cosa se agravaba porque bancos y cajas no acaban de sacar el dinero que reciben del Estado para facilitar créditos, y que empresas pequeñas como la suya se morían de pura de inanición. Poco antes de bajar en su destino, que desgraciadamente ya no era el mismo que el mío, me confesaba que no sabía que sería de ella una vez que se le acabara el subsidio de desempleo, sola como vivía y sin familia a la que acudir. Entonces me dí cuenta que nunca me había hablado de que estuviera o no casada, por primera vez la reconocí sola, y eso me acongojó todavía más. Se preguntaba quién le iba dar trabajo a su edad tal y como estaban las cosas. Sólo me quedaran los libros, me acabó diciendo a la vez que se esforzaba por sonreír. No supe que contestar, y eso es algo que no me sucede con mucha frecuencia. Compartimos un silencio involuntario de unos cinco o diez segundos, quizá tratando de buscar una solución, o por lo menos una explicación que aliviara la dificultad de entender cómo cambian las cosas en la vida.
Me bajo, aquí, Óscar, hasta pronto y suerte.
Cuídate mucho, Mercedes, le dije tras darle mi primer beso.
Lo haré, no me queda más remedio.
Pero no siempre los encuentros funcionan como uno quiere. Ayer por la mañana esperaba en la estación del Clot y giré la mirada. Mercedes estaba allí, y todavía, distraída y preocupada, no se había dado cuenta que yo estaba a su lado (empiezo a pensar que soy la última reencarnación del hombre invisible). Es una mujer madura a la que conocí en el bar de la esquina al lado de mi trabajo donde esporádicamente bajo a tomar un café. A base de tanto vernos en mesas contiguas día tras otro, año tras año, caímos en la cuenta de que compartíamos afición por la literatura (es un hecho conocido que a casi todas las mujeres les gusta leer, otra característica más en la que nos aventajan). Ella es secretaria de dirección en una empresa de publicidad. Como siempre, torpe incorregible, le hice la pregunta retórica de "cómo te va, cuánto hace que no te veía". "No me va bien, la empresa me ha presentado el finiquito que firmaré mañana y estos días voy a arreglar unas cuantas cosas antes de irme definitivamente". Entre que el Ayuntamiento de Barcelona, según ella me dijo, había cambiado una norma que restringía la publicidad estática en vallas y otros lugares al efecto -cada vez es más temido dicho consistorio entre sus administrados, que se lo hagan mirar-, perjudicando severamente a su empresa, y que la contratación por otros conceptos había descendido un horror, el resultado es que ella se iba a la calle, y no pasaría mucho tiempo, me dijo, hasta que la empresa dejara de funcionar.
Es el signo de los tiempos, pensé. Mercedes estaba indignada por cuanto consideraba que era cierto que había crisis, ella era una prueba más de ello, pero estaba convencida de que estaba apareciendo una pléyade de "sinvergüenzas" sin escrúpulos que, al calor de los acontecimientos, aprovechaba para sacarse de encima trabajadores sin mucha justificación. Me continuaba diciendo que la cosa se agravaba porque bancos y cajas no acaban de sacar el dinero que reciben del Estado para facilitar créditos, y que empresas pequeñas como la suya se morían de pura de inanición. Poco antes de bajar en su destino, que desgraciadamente ya no era el mismo que el mío, me confesaba que no sabía que sería de ella una vez que se le acabara el subsidio de desempleo, sola como vivía y sin familia a la que acudir. Entonces me dí cuenta que nunca me había hablado de que estuviera o no casada, por primera vez la reconocí sola, y eso me acongojó todavía más. Se preguntaba quién le iba dar trabajo a su edad tal y como estaban las cosas. Sólo me quedaran los libros, me acabó diciendo a la vez que se esforzaba por sonreír. No supe que contestar, y eso es algo que no me sucede con mucha frecuencia. Compartimos un silencio involuntario de unos cinco o diez segundos, quizá tratando de buscar una solución, o por lo menos una explicación que aliviara la dificultad de entender cómo cambian las cosas en la vida.
Me bajo, aquí, Óscar, hasta pronto y suerte.
Cuídate mucho, Mercedes, le dije tras darle mi primer beso.
Lo haré, no me queda más remedio.
1 comment:
Mercedes te dijo verdades como puños!
Al final nos afecta la crisis a los de siempre y encima nos tenemos que callar, porque debes dar las gracias porque no te despidan. Sinvergüezas hay muchos!!
en fin, a ver cuando deciden que esta crisis finalice!
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