Hoy hace un año que las calles de los suburbios de París ardían en revueltas callejeras nocturnas que tardaron semanas en ser sofocadas. El estallido de la violencia se propició no más acontecer el fallecimiento por electrocutación de dos chavales de ascendencia magrebí cuando eran perseguidos por la policía. Un año después, las autoridades locales reconocen que aquel polvorín resta latente para volver a incendiarse de un momento a otro. Tras los hechos, sociólogos y columnistas franceses se apresuraron a culpar a la administración pública francesa por no saber escoger caminos fiables que condujeran a la movilidad social de estas nuevas generaciones de inmigrantes. Esta misma semana, en Gran Bretaña, país con una larga tradición de inmigración que promueve la multiculturalidad por encima de todo, todavía colea el asunto de la profesora de preescolar que pretendía, en nombre de su libertad religiosa, dar clase a sus pequeños cubierta con un velo negro. Estos últimos acontecimientos han dado metralla suficiente a sociólogos y analistas americanos de corriente neocon -véase entrevista a John Kotkin, la Vanguardia 27/10/06- para regodearse del triunfo de su esquema político-social, e incluso económico, en el cual según ellos, los problemas de esta índole son ya inapreciables en comparación con lo que ofrece el revuelto panorama europeo.
Ja,ja! que diría un castizo. Me parece de una ceguera soberbia el presentar la ausencia puntual de problemas étnicos o sociales como el triunfo definitivo de un esquema de sociedad. Máxime en el caso americano, un ejemplo complejo como pocos, en el que más allá de la política de gestos, los WASP (white- anglo-saxon- protestants) siguen detentando sin discusión los resortes claves de la política y la economía americanas, allí donde las desigualdades económicas siguen creciendo, según los propios informes que facilita la Casa Blanca, y donde cada vez la minoría rica detenta un mayor porcentaje de la renta nacional, en detrimento de una clase baja cada vez con menos recursos y cada vez más extensa, y de unas clases medias cada vez menos robustas y con menor margen de maniobra. Y todo ello por no citar los disturbios habidos en Los Angeles en abril 1992 -tras la sentencia que exculpaba a unos policías por propinar una soberana paliza que casi lleva a una silla de ruedas de por vida a Rodney King, ciudadano negro, indefenso y culpable de quejarse por un registro injustificado- que todavía son objeto de estudio y análisis, o los disturbios en la misma ciudad del año 65 por las mismas causas, que dieron un pavoroso saldo de 28 muertos. En ambos casos se tuvo que decretar el estado de emergencia, acudiendo la Guardia Nacional a pacificar las calles tras los toques de queda. En ambos casos la intensidad y el saldo de heridos y muertos, arrestados y detenidos hacen palidecer por su brevedad la importancia de las revueltas de las Banlieus. Y es que la historia americana, forjada a base de flujos migratorios de enorme intensidad, ha escrito en la mayoría de sus páginas párrafos de enorme agresividad entre los diversos colectivos étnicos que compartían el territorio. Y no miremos más al pasado, deberíamos recordar al Sr. Kotkin que esta misma semana ha sido aprobada una ley por la cual se construirá una verdadera muralla de 1.200 kilómetros de largo en la frontera de Méjico para tratar de frenar la incontenible oleada de inmigrantes que tratan de cruzar el Río Grande en busca de una vida mejor. Y yo le pregunto, Sr. Kotkin: ¿es la muralla levantada por la administración Bush el símbolo del triunfo del modelo de integración social norteamericano?, ¿o es más bien el remedio útimo y tosco ante la impotencia de no poder solventar un problema de estas magnitudes?
Así es amigos, nos hallamos ante uno de los retos más difíciles de sortear de los que el nuevo milenio nos trae. Y ante ello, en mi opinión, no hay modelo de integración que cuente con una receta milagrosa capaz de solventar el problema enteramente. La responsabilidad no recae sólo en la sociedad de acogida, como de forma permanente se quiere hacernos ver desde un análisis posibilista y harto simplista de las cosas. Es cierto que nos pertoca una gran dosis de responsabilidad por ser quienes detentamos el control del sistema, pero que nadie se lleve a engaño: gran parte de la solución del problema, por no decir en su mayor parte, reside también en la capacidad de absorción y permeabilidad del individuo que llega, que en el caso de la inmigración musulmana - a diferencia de los afroamericanos, que incluso en los peores momentos de su sufrida historia desearon pertenecer completamente al sistema-, con los debidos respetos, es más bien escasa, debido en gran parte a que sus propias elites políticas y religiosas restan capacidad de asunción individual ante lo que consideran son unos valores desviados los que sus congéneres se encuentran en la sociedad de acogida occidental. Y si ya al llegar, lo que se fomenta desde esas elites político-religiosas sobre el individuo es el rechazo frontal y universal al sistema que le recibe, difícilmente podrá hablarse luego de cualquier modelo de integración. Lo más seguro es que el individuo opte por encerrarse en su ámbito étnico más inmediato, sin siquiera preocuparle si sus hijos, una vez aquí, tendrían una mejor vida con otro enfoque de las cosas. Así es, conversando con cualquiera de ellos de forma amistosa reconocerá en su mayoría y sin problemas no hallarse en absoluto interesado en lo que a los occidentales -cristianos o no- pueda concernir, vienen a trabajar y a tener una vida más digna y poco más -con todo el derecho del mundo, por otro lado-, pero sin mixturas de ninguna especie. Así las cosas, ¿cómo quieren sus líderes que remita la atmósfera de renuencia que este tipo de inmigrantes se encuentra cuando se halla en la tesitura de avanzar, progresar o triunfar más allá de su ámbito social más inmediato, en un entorno profesional o de negocios? Está más que demostrado que aquel individuo con mayor capacidad de adaptación al sistema es el que mejor logra colocarse de cara a su promoción individual en dicho sistema, y el que más posibilidades mantiene de disfrutar de una movilidad social intrageneracional e intergeneracional relevante. Individuos así con menos apegos religiosos y culturales con su civilización de origen son los que a la larga tienen más posibilidades de avanzar en su universo de acogida. Es, si me permiten la expresión, una ley natural.
En estos parámetros parece lógico pensar que la solución de los problemas de integración-inmigración, sobre todo con los colectivos de difícil o escasa permeabilidad, comienza ya pues en sus sociedades de origen, en donde los programas internacionales de cooperación al desarrollo tienen una importancia estratégica fundamental. Es evidente que aquel individuo que goza de un nivel de desarrollo humano aceptable difílmente va a adoptar la decisión de abandonar su sociedad nativa. Asimismo, es menester trabajar coordinadamente con los gobiernos de los países emisores en aras de informar sobre las posibilidades reales del acto inmigratorio. Está demostrado que muchos de los que llegan, llevados por sueños televisivos, creen que alcanzarán niveles de bienestar inmediatos e importantes no más llegar a Europa, y bien es sabido que luego no es así. También es menester informar, extensa y pormenorizadamente sobre el territorio, acerca de los peligros -incluso para la propia vida- que conllevan algunas formas de inmigración, por no decir casi todas las que se hallan fuera de los canales regulares.
¿Y qué sucede con los ya instalados entre nosotros? No queda otra: diálogo y más diálogo. Hacer entender al que llega que si quiere disfrutar de un nivel de movilidad social suficiente debe mostrar una actitud social receptiva e integradora que ayude a erosionar los estereotipos que funcionan sobre estos colectivos, lo que es decir, generar a su vez confianza. A los que reciben se les deberá enviar mensajes con contenidos ciertos de cuáles son las verdaderas repercusiones de los flujos migratorios, que además de inconvenientes ciertos, y que tienen que ver con la escasa agilidad de los sitemas para la rápida absorción del contigente de recién llegados, también hay factores muy positivos como son crecimiento económico colectivo garantizado, mayor riqueza cultural y social, y nuevas oportunidades que se abren con formas nuevas de ver las cosas. Tenemos que lograrlo por el bien de todos: convivir en paz.