Han pasado ya dos o tres semanas, y no logro recordar su nombre. Qué pena. Quizá tampoco me lo dijera. Ahora dudo. El caso es que, como os dije, todavía veraneando en San Carlos me acerqué a Freginals a comprar un par de garrafas de aceite de oliva. Me lo sugirió el bueno de Paco, un amigo de la familia que me ha enseñado mucho de aquellas comarcas, y le acompañé. Me pareció una buena idea al recordar un comentario que me hizo Pepe, murciano de pro, y experto corredor de limones -y todo lo que tenga que ver con el complejo universo agrícola-, que aseguraba que en los últimos años -las últimas cosechas- el mejor aceite de oliva se recolectaba en las comarcas del sur y centro de Tarragona, así como en el sur de Lérida -que no se enfade nadie-. Este todavía no lo he probado, el del año pasado que me traje de la Sierra de Cazorla rezumaba un sabor espectacular. Ya te lo diré. Nos levantamos temprano y allí ya estábamos poco antes de las nueve. La cooperativa estaba cerrada, el pueblo estaba en fiestas patronales y el arranque del día se tomaba allí con soberana calma. Frente a la cooperativa había una plaza vallada que acreditaba la celebración de las fiestas: un entoldado moteado de papeles, y unas sillas de plástico blanco, desordenadas y vacías frente a un escenario, parecían dormir algo sofocadas como el resto del pueblo en ese final de agosto.
Paco y yo nos miramos con cara de fastidio, como preguntándonos a qué hora se levantaría el dependiente y administrador de la cooperativa. Por allí andaban sentados varios abuelos que charlaban animadamente, y que nos miraban de reojo de vez en cuanto advirtiendo las prisas que nos adornan siempre a los de la gran ciudad. El grupo se disolvió a los pocos minutos y uno de los abuelos, caminando con algo de esfuerzo, un poco por el peso, otro poco por los años, ayudado de su callao, nos dijo en catalán: "vendrá, vendrá, pero todavía le falta un rato". Y no sé cómo ni de qué manera, pero el abuelo comenzó raudo el relato de su vida, una biografía que podría haber firmado cualquier personaje de Galdós. Rápidamente nos habló de su experiencia durante la guerra y el hambre que trajo al pueblo. Cuando todo hubo acabado, se las ingenió para aprobar unas oposiciones a Telefónica, ya pasadas las primeras penurias, y desde su plaza funcionarial recorrió toda la península, excepto Sevilla: "no, Sevilla es lo que único que me queda por conocer de España, y me temo que ya no la conoceré. Tengo amigos por toda España, que luego he visitado a lo largo de los años, todos me decían que me quedara a vivir por allí". En uno de sus destinos conoció a un francés afincado en España que poseía grandes heredades en su país. Como rápido se dio cuenta de que nuestro amigo era tipo listo, diestro para cualquier faena, el potentado galo le ofreció dirigir sus fincas francesas, a lo que le respondió afirmativamente. Burdeos fue la capital que más frecuentó, pero casi toda Francia también conoció el largo peregrinar de nuestro hacendoso amigo. Así le transcurrieron dieciocho años en Francia, en un estatus importante, con trabajos de responsabilidad. De vez en cuando nos interrumpía el animado relato con parrafadas en francés, de acento muy nuestro, tan rápidas como poco comprensibles. Por lo que decía parecía añorar a su jefe, que le le prometió el oro y el moro por acabar allí su vida laboral. Pero no, la tierra llama, tira. Tras todos aquellos años, cuyos detalles te ahorro, nuestro amigo regresa al pueblo por haber heredado unas tierras muy fértiles y agradecidas en las faldas de la Serralada del Montsià. Poco le costó a nuestro portagonista, tras invertir debidamente en su heredad, hacer de aquellas tierras montaraces un vergel de frutales y olivos y una huerta fecunda de veras. Se ayudó del bastón para señalarnos las tierras que ya cultivaban sus hijos. "Vivo ahora en aquella casa del fondo, la del garaje". "Anda, dijo Paco, si usted es el "pagés" al que le compro la fruta desde hace tanto años". Ese soy yo, le respondió. Y sin mediar ninguna otra palabra, se dio la vuelta y se marchó. Al girarme, me dí cuenta enseguida de que, justo en ese instante, acababan de abrir la cooperativa.
Freginals es un pueblo de un centenar, quizás dos centenares, de almas. En las faldas del Montsià, no lejos de la A-7, se halla reodeado de frutales y olivos. Le cruza por un entero una carretera comarcal, que en su seno dibuja una curva cuesta arriba, un paso de vehículos que apenas sí ve un coche o dos cada media hora. Me pareció muy curioso: el pueblo, un verdadero remanso de paz, se hallaba rodeado de excavadoreas y bulldozers, algunos frutales habían sido arrasados y se estaba abriendo paso lo que que parecía una gran carretera. Cuando lo pregunté, en la cooperativa me dijeron que estaban construyendo una variante para que los choches no pasaran por el pueblo (!?). Todo me pareció muy raro-o no-.¡ La de forasteros que se quedarán sin conocer a personajes como el abuelo de la cooperativa!
Horta de Sant Joan siempre ha representado ser para mí un pueblo legendario. No dejaba de sorprenderme que en aquel enclave bello sin par emergieran nada menos que los inicios del cubismo. En efecto, Picasso, convaleciente de una enferemedad respiratoria, por prescripción de un facultativo originario de aquel lugar marchó por unos meses de Barcelona a Horta y así beneficiarse de sus aires sanos y limpios. En el pueblo hay un pequeño museo que recuerda aquella insigne estancia. No obstante, siendo francos he de decir que Horta es de todo menos un paisaje cubista. Se alza en un pequeño montículo que mira hacia los Ports del Beceït, una sierra de bellísima factura, de perfiles cortados y muy accidentados, repleta de abedules y abetales, con una cota máxima que llega a los 1.500 metros. La plaza principal del pueblo, que es de planta circular, respira paz por los cuatro costados, y aún recuerdo sin esfuerzo el aroma a bollo tierno que me me acariciaba y aguaba el paladar a esa temprana hora de la mañana en que llegamos. Desde allí, en coche, obtuvimos licencia para adentrarnos en territorio de la reserva nacional de caza -poblada de una gran colonia de cabras montesas-, y llegados a un punto seguimos andando montaña arriba hasta llegar a los primeros saltos del afluente del Ebro, creo, el Canaletas. El barranquismo, a un nivel modesto, es una experiencia que recomiendo. Nos entubamos en trajes de neopreno y fuimos salvando ora a pie, ora nadando, todos los saltos de agua, en algunos llegando incluso a saltar desde los ocho metros de altura. Me gustaría que viérais las fotos, se nos ve a los que participamos en aquella salida, felices como en pocas ocasiones. En Horta de Sant Joan se halla también el olivo, dicen, más antiguo de España, que su propietario ha acabado vallando debido a la gran cantidad de gente que se para a tocarlo.
La semana que viene retomaré los comentarios sobre política internacional, y sobre derecho, también puntualmente. Creo que Blair y Royal ganan puntos para que les dedique si quiera unas líneas. Recuerda, OMMMMM.
Paco y yo nos miramos con cara de fastidio, como preguntándonos a qué hora se levantaría el dependiente y administrador de la cooperativa. Por allí andaban sentados varios abuelos que charlaban animadamente, y que nos miraban de reojo de vez en cuanto advirtiendo las prisas que nos adornan siempre a los de la gran ciudad. El grupo se disolvió a los pocos minutos y uno de los abuelos, caminando con algo de esfuerzo, un poco por el peso, otro poco por los años, ayudado de su callao, nos dijo en catalán: "vendrá, vendrá, pero todavía le falta un rato". Y no sé cómo ni de qué manera, pero el abuelo comenzó raudo el relato de su vida, una biografía que podría haber firmado cualquier personaje de Galdós. Rápidamente nos habló de su experiencia durante la guerra y el hambre que trajo al pueblo. Cuando todo hubo acabado, se las ingenió para aprobar unas oposiciones a Telefónica, ya pasadas las primeras penurias, y desde su plaza funcionarial recorrió toda la península, excepto Sevilla: "no, Sevilla es lo que único que me queda por conocer de España, y me temo que ya no la conoceré. Tengo amigos por toda España, que luego he visitado a lo largo de los años, todos me decían que me quedara a vivir por allí". En uno de sus destinos conoció a un francés afincado en España que poseía grandes heredades en su país. Como rápido se dio cuenta de que nuestro amigo era tipo listo, diestro para cualquier faena, el potentado galo le ofreció dirigir sus fincas francesas, a lo que le respondió afirmativamente. Burdeos fue la capital que más frecuentó, pero casi toda Francia también conoció el largo peregrinar de nuestro hacendoso amigo. Así le transcurrieron dieciocho años en Francia, en un estatus importante, con trabajos de responsabilidad. De vez en cuando nos interrumpía el animado relato con parrafadas en francés, de acento muy nuestro, tan rápidas como poco comprensibles. Por lo que decía parecía añorar a su jefe, que le le prometió el oro y el moro por acabar allí su vida laboral. Pero no, la tierra llama, tira. Tras todos aquellos años, cuyos detalles te ahorro, nuestro amigo regresa al pueblo por haber heredado unas tierras muy fértiles y agradecidas en las faldas de la Serralada del Montsià. Poco le costó a nuestro portagonista, tras invertir debidamente en su heredad, hacer de aquellas tierras montaraces un vergel de frutales y olivos y una huerta fecunda de veras. Se ayudó del bastón para señalarnos las tierras que ya cultivaban sus hijos. "Vivo ahora en aquella casa del fondo, la del garaje". "Anda, dijo Paco, si usted es el "pagés" al que le compro la fruta desde hace tanto años". Ese soy yo, le respondió. Y sin mediar ninguna otra palabra, se dio la vuelta y se marchó. Al girarme, me dí cuenta enseguida de que, justo en ese instante, acababan de abrir la cooperativa.
Freginals es un pueblo de un centenar, quizás dos centenares, de almas. En las faldas del Montsià, no lejos de la A-7, se halla reodeado de frutales y olivos. Le cruza por un entero una carretera comarcal, que en su seno dibuja una curva cuesta arriba, un paso de vehículos que apenas sí ve un coche o dos cada media hora. Me pareció muy curioso: el pueblo, un verdadero remanso de paz, se hallaba rodeado de excavadoreas y bulldozers, algunos frutales habían sido arrasados y se estaba abriendo paso lo que que parecía una gran carretera. Cuando lo pregunté, en la cooperativa me dijeron que estaban construyendo una variante para que los choches no pasaran por el pueblo (!?). Todo me pareció muy raro-o no-.¡ La de forasteros que se quedarán sin conocer a personajes como el abuelo de la cooperativa!
Horta de Sant Joan siempre ha representado ser para mí un pueblo legendario. No dejaba de sorprenderme que en aquel enclave bello sin par emergieran nada menos que los inicios del cubismo. En efecto, Picasso, convaleciente de una enferemedad respiratoria, por prescripción de un facultativo originario de aquel lugar marchó por unos meses de Barcelona a Horta y así beneficiarse de sus aires sanos y limpios. En el pueblo hay un pequeño museo que recuerda aquella insigne estancia. No obstante, siendo francos he de decir que Horta es de todo menos un paisaje cubista. Se alza en un pequeño montículo que mira hacia los Ports del Beceït, una sierra de bellísima factura, de perfiles cortados y muy accidentados, repleta de abedules y abetales, con una cota máxima que llega a los 1.500 metros. La plaza principal del pueblo, que es de planta circular, respira paz por los cuatro costados, y aún recuerdo sin esfuerzo el aroma a bollo tierno que me me acariciaba y aguaba el paladar a esa temprana hora de la mañana en que llegamos. Desde allí, en coche, obtuvimos licencia para adentrarnos en territorio de la reserva nacional de caza -poblada de una gran colonia de cabras montesas-, y llegados a un punto seguimos andando montaña arriba hasta llegar a los primeros saltos del afluente del Ebro, creo, el Canaletas. El barranquismo, a un nivel modesto, es una experiencia que recomiendo. Nos entubamos en trajes de neopreno y fuimos salvando ora a pie, ora nadando, todos los saltos de agua, en algunos llegando incluso a saltar desde los ocho metros de altura. Me gustaría que viérais las fotos, se nos ve a los que participamos en aquella salida, felices como en pocas ocasiones. En Horta de Sant Joan se halla también el olivo, dicen, más antiguo de España, que su propietario ha acabado vallando debido a la gran cantidad de gente que se para a tocarlo.
La semana que viene retomaré los comentarios sobre política internacional, y sobre derecho, también puntualmente. Creo que Blair y Royal ganan puntos para que les dedique si quiera unas líneas. Recuerda, OMMMMM.
No comments:
Post a Comment