Supongo que los habrá de otra manera, pero yo siempre he recordado el día de Sant Jordi como un día especialmente agradable en Barcelona, claro y luminoso, con ese sol radiante que se levanta en las mañanas límpidas que dejan la lluvias de primavera, y un día de mucha gente en la calle, alegre, presurosa de llevar su regalo a las personas que estima de veras. Un libro o una rosa.
Y siempre que llega Sant Jordi, dejadme que os cuente y confiese, recuerdo un primer amor. Bajo ese sol fresco y radiante, una chica morena de sonrisa grácil y grandes ojos negros, una blusa de flores de colores y sobre ella una rebeca blanca, unos vaqueros claros y unos zapatos de tacón oscuros, y muchas rosas rojas en sus manos: ¿quiere una rosa a cien pesetas, señor? La recuerdo que se acerca y me estremezco de alegría, ningún otro chaval en la capa de la Tierra podría sentirse tan afortunado como yo, contando con el cariño de esa rosa. Los años pasaron y pasaron y esa rosa nunca se marchitó, pero voló fresca de mis manos para ya no volver.
Muchas décadas antes de que Shakeaspeare y Cervantes nos apabullaran con su comercial e impostada fiesta del libro, mucho antes de que San Valentín se convirtiera en el santo de los grandes almacenes las parejas catalanas renuevan su amor con el regalo mutuo de una rosa y de un libro. No es sólo, al menos aquí, entendamos, una fiesta comercial para festín de editoriales, no es sólo un día de culto a la literatura erudita. Es ante todo un día festivo en el que se celebra y se renueva el amor, la tolerancia y la cultura. Es una fiesta que saluda a la vida y a la primavera. Es una rosa y un libro.
Y siempre que llega Sant Jordi, dejadme que os cuente y confiese, recuerdo un primer amor. Bajo ese sol fresco y radiante, una chica morena de sonrisa grácil y grandes ojos negros, una blusa de flores de colores y sobre ella una rebeca blanca, unos vaqueros claros y unos zapatos de tacón oscuros, y muchas rosas rojas en sus manos: ¿quiere una rosa a cien pesetas, señor? La recuerdo que se acerca y me estremezco de alegría, ningún otro chaval en la capa de la Tierra podría sentirse tan afortunado como yo, contando con el cariño de esa rosa. Los años pasaron y pasaron y esa rosa nunca se marchitó, pero voló fresca de mis manos para ya no volver.
Muchas décadas antes de que Shakeaspeare y Cervantes nos apabullaran con su comercial e impostada fiesta del libro, mucho antes de que San Valentín se convirtiera en el santo de los grandes almacenes las parejas catalanas renuevan su amor con el regalo mutuo de una rosa y de un libro. No es sólo, al menos aquí, entendamos, una fiesta comercial para festín de editoriales, no es sólo un día de culto a la literatura erudita. Es ante todo un día festivo en el que se celebra y se renueva el amor, la tolerancia y la cultura. Es una fiesta que saluda a la vida y a la primavera. Es una rosa y un libro.
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