Hacía tiempo que no veía a Jose por el Barrio. Se trata de un amigo recién llegado a los cuarenta, casado con dos hijos y signatario de una bella hipoteca que mantenía con orgullo a base de dejarse el espinazo trabajando duro en una multinacional de cableado eléctrico. Había épocas que cuando nos encontrábamos no podía por menos que recomendarle que se pensara seriamente lo de hacer "tantas horas", según él mismo refería, porque su cuerpo, su cara sobre todo, parecía menguar a ojos vista. Sonreía contestando que lo que tenía en casa le daba fuerzas para eso y para mucho más. Tú mismo, Jose (que no José), le decía yo, pensando qué diantres me importaba a fin de cuentas, si como dicen sarna con gusto no pica.
Realmente desde fuera parecía tener sobrados motivos para pelear de esa manera. La suya era una familia casi modélica: una bella y simpática mujer, dos hijos -niño y niña-y fines de semana muy ocupados que utilizaba para llevar a los hijos a la montaña con una devoción admirable y con todos los trastos que en el coche pudieran caber. Su dedicación a la familia de veras haría palidecer la vocación de cualquier buen padre católico y temeroso de Dios, nada estaba lo suficientemente lejos, nada en verdad podía ser inaccesible con tal de que su familia pudiera pasar unas horas maravillosas. No tenía tiempo para amigos, por supuesto. Acaso de vez en cuando, puede que un par de veces al año, se reunía con alguno de ellos para ir a buscar setas en una zona secreta de esas que todo el mundo conoce. Y los fines de semana, pocos como digo, que no salía de excursión con sus hijos, se ejercitaba en el arte tan extendido de cultivar la barbacoa dominical.
No recuerdo ahora exactamente cómo le conocí. Sí recuerdo que después de varias conversaciones caímos en la cuenta de que teníamos amigos comunes que trabajaban igualmente en la multinacional de cableado, lo cual nos sirvió de acicate para hilar muchas conversaciones breves cuando nos cruzábamos por la calle de camino a casa. Me llamó la atención de él lo concentrado que estaba en sus obligaciones laborales y familiares; no se si votaba o lo qué votaba pero era lo que se dice, como tantos habrá, un honrado y esforzado ciudadano.
Pero comenzaron a pasar los meses y yo ya echaba de menos nuestra conversación intermitente, que a cada tramo y sin darnos cuenta nos hizo avanzar un poco más en nuestro conocimiento mutuo . Al tiempo de dejar de saber de él, incluso nos atrevíamos ya a hablar abiertamente de nuestros proyectos respectivos -sobre todo yo, lo admito, como él dice "un culo inquieto"-. Pero tanto tiempo empezó a pasar entre charla y charla que los encuentros dejaron de formar parte de mi rutina y casi lo había olvidado, hasta que un día de verano, que se me ocurrió tomar un camino más largo y pausado hacia casa me lo tropecé cerca del centro. Su cara era un poema. En efecto, su rostro se había tornado todavía más enjuto, gris y ojeroso que de costumbre, y su mirada esquiva decía de sus pocas ganas de hablar de nada. Fue esa mirada de abdicación la que me retuvo de hacerle pregunta de ninguna clase, excepto la más torpe de todas: "¿cómo te va?", le dije sin ser capaz de encontrar otra más oportuna.
Fatal, me contestó, peor imposible. Mi mujer me ha echado de casa para quedarse con mi mejor amigo, y así, mi mejor amigo se queda con mi casa, mi mujer y con mi vida. Ahora veré a mis hijos cada quince días; tengo más de cuarenta años y vuelvo a casa de mis padres, me han diagnosticado depresión profunda y con tanta baja laboral, estoy a punto de perder el trabajo. Eso sí, chico, mi hipoteca me sigue siendo tan fiel como de costumbre.
Realmente desde fuera parecía tener sobrados motivos para pelear de esa manera. La suya era una familia casi modélica: una bella y simpática mujer, dos hijos -niño y niña-y fines de semana muy ocupados que utilizaba para llevar a los hijos a la montaña con una devoción admirable y con todos los trastos que en el coche pudieran caber. Su dedicación a la familia de veras haría palidecer la vocación de cualquier buen padre católico y temeroso de Dios, nada estaba lo suficientemente lejos, nada en verdad podía ser inaccesible con tal de que su familia pudiera pasar unas horas maravillosas. No tenía tiempo para amigos, por supuesto. Acaso de vez en cuando, puede que un par de veces al año, se reunía con alguno de ellos para ir a buscar setas en una zona secreta de esas que todo el mundo conoce. Y los fines de semana, pocos como digo, que no salía de excursión con sus hijos, se ejercitaba en el arte tan extendido de cultivar la barbacoa dominical.
No recuerdo ahora exactamente cómo le conocí. Sí recuerdo que después de varias conversaciones caímos en la cuenta de que teníamos amigos comunes que trabajaban igualmente en la multinacional de cableado, lo cual nos sirvió de acicate para hilar muchas conversaciones breves cuando nos cruzábamos por la calle de camino a casa. Me llamó la atención de él lo concentrado que estaba en sus obligaciones laborales y familiares; no se si votaba o lo qué votaba pero era lo que se dice, como tantos habrá, un honrado y esforzado ciudadano.
Pero comenzaron a pasar los meses y yo ya echaba de menos nuestra conversación intermitente, que a cada tramo y sin darnos cuenta nos hizo avanzar un poco más en nuestro conocimiento mutuo . Al tiempo de dejar de saber de él, incluso nos atrevíamos ya a hablar abiertamente de nuestros proyectos respectivos -sobre todo yo, lo admito, como él dice "un culo inquieto"-. Pero tanto tiempo empezó a pasar entre charla y charla que los encuentros dejaron de formar parte de mi rutina y casi lo había olvidado, hasta que un día de verano, que se me ocurrió tomar un camino más largo y pausado hacia casa me lo tropecé cerca del centro. Su cara era un poema. En efecto, su rostro se había tornado todavía más enjuto, gris y ojeroso que de costumbre, y su mirada esquiva decía de sus pocas ganas de hablar de nada. Fue esa mirada de abdicación la que me retuvo de hacerle pregunta de ninguna clase, excepto la más torpe de todas: "¿cómo te va?", le dije sin ser capaz de encontrar otra más oportuna.
Fatal, me contestó, peor imposible. Mi mujer me ha echado de casa para quedarse con mi mejor amigo, y así, mi mejor amigo se queda con mi casa, mi mujer y con mi vida. Ahora veré a mis hijos cada quince días; tengo más de cuarenta años y vuelvo a casa de mis padres, me han diagnosticado depresión profunda y con tanta baja laboral, estoy a punto de perder el trabajo. Eso sí, chico, mi hipoteca me sigue siendo tan fiel como de costumbre.
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